Desde entonces han pasado unos cuantos años, pero todavía hoy, cada vez que corto una cebolla y con lágrimas en los ojos, me acuerdo del chico aquel.
Quién no habrá, en un ataque de cólera, destrozado un mueble o tirado contra el suelo unos platos de loza. Él lo había hecho muchas veces pero de manera algo más morbosa. No era, como les ocurría a los demás, un ataque de violencia incontrolada. Él lo planeaba fríamente y hallaba sumo placer durante la casi ritual consumación de los hechos. Odiar algo tan profundamente como para querer destruirlo, a veces incluso sádicamente, como cuando torturaba con descargas eléctricas a una mosca o cortaba en trocitos con la hoja de afeitar a un caracol. Comprendía perfectamente la lógica del crimen: matar por odio, y se percató que el crimen era mayor cuanto más cercana fuera la proximidad del objeto "asesinado". Había objetos que al destruirlos producían un mayor bienestar a la hora de consumar el acto y un mayor sentimiento de culpa después de haberlo realizado. Como ocurre con las capas concéntricas de una cebolla todo dependía de la distancia determinada en que cada objeto se hallara del centro, es decir: de uno mismo. De matar animales sin expresiones faciales a matar a aquellos en los que se percibía perfectamente su terror, por ejemplo, había una gran distancia. Producto de una investigación que colmara su curiosidad o ya fruto de la demencia, comenzó a llevar a la práctica los crímenes en orden ascendente de lo que él creía una escala perfectamente definible. Hubo de cuidarse, llegado el punto, cuando comenzó a experimentar con humanos, pues aquellos tenían leyes que los protegían, lo que significaba que si era sorprendido podía ir a la cárcel y perder así una libertad tan preciosa para poder seguir con sus atrocidades. No ocurrió tal cosa, pero como era de esperar su locura terminó años más tarde abruptamente en el suicidio: "Al matarme a mí mismo quedará realizado experimentalmente el crimen en grado sumo de proximidad", dejó escrito. Lamentablemente, por la naturaleza de éste, su último experimento, no podemos saber cuales habrían sido sus reflexiones finales, pero sí se nos desvela por fin el auténtico argumento de la obra.
Japan - Obscure Alternatives (1978) - The Tenant