Un día me confundí y en lugar de una, puse dos cucharaditas de azúcar en mi infusión. Me gustó, y pensé: por qué negarme un poco más de dulzor en esta pútrida vida. Así fue como comenzó una escalada cada vez mayor en la dosis de dulzor que por fuerza de no encontrarla en otra parte comencé a encontrar en el paladar. No sabéis cuán arrepentido estoy ¡pero cómo podía imaginar que poco a poco me convertiría en una mosca golosa! Hoy trato de consolarme revoloteando por aquí y por allá, zumbándole los oídos al más desprevenido, pero detesto mi colección de ocelos donde antes había un hermoso y único par de cristalinos.
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